domingo, 9 de septiembre de 2012

¡Métase usted el traje por el puto culo!

Uno de los aspectos más curiosos del sector de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) —o para que nos entendamos: el gremio de los informáticos y el de los telecos que trabajan de informáticos— es el uso del traje y corbata como indumentaria de trabajo. A este respecto, existen  en el gremio dos grandes grupos de opinión: los que lo odian y consiguen evitarlo y los que lo odian y no les quedan más cojones. Realmente existe un tercero: los que lo aprecian tanto para obligar a los demás a llevarlo. Pero este último queda excluido del sector TIC ya que sus miembros apenas saben qué es un ordenador y para qué se utiliza. 

Hace poco leí alguna referencia sobre el tema en Twitter que me llamó la atención. Un ciudadano cualquiera de la Red comentaba cómo mandaría a tomar por el mismísimo culo a su interlocutor si en una entrevista de trabajo le dijeran que el traje es imprescindible. Conozco a no pocas personas —entre las que me incluyo— que tendrían una reacción similar —yo quizás no invitaría a nadie a sodomizarse, pero sí rechazaría el empleo sin dudarlo—, y creo que es interesante comentar los motivos —al menos los míos—. 

Existen al menos dos buenas razones para negarse a vestir de traje. La primera y más importante, es el motivo en sí por el que tu empleador te solicita dicha indumentaria. En general —en el 99.9% de los casos— se debe a que la empresa trata de proyectar una imagen de seriedad y profesionalidad a través de su plantilla —el 0.1% restante es sólo por joder—. Eso es algo poco o nada reprochable —lo del 99.9%, se entiende—. De hecho, yo diría incluso que es un requisito imprescindible para que cualquier empresa pueda funcionar. El problema es pensar que un traje puede convertir a cualquier persona en un profesional serio, responsable y dedicado.

Hace unos meses asistí a una boda de unos amigos. Una boda informal, de esas en las que se puede acudir en vaqueros. Allí me encontré con un coleguilla del círculo que no veía desde hacía algún tiempo. Todos los que le conocíamos sabíamos de él: cocainómano desde hace un tiempo, malvive conduciendo un taxi, con una vida personal lo suficientemente desordenada como para inspirar una película de Almodovar. No había cambiado, seguía siendo el mismo pieza de siempre. Sólo que esta vez no llevaba sus vaqueros negros y su sudadera de Iron Maiden. Esta vez vestía traje y corbata.

Y es que el hábito no hace al monje. Cualquier Accenture puede coger a un chaval recién salido de la carrera, de esos que se pasaban cada clase mirando el reloj, deseando estar en cualquier otro lugar. De esos a los que se les "atragantó" Metodología de la Programación de primer curso y tardaron seis convocatorias en aprobarla. Pueden cogerle, vestirle de traje y corbata —el chaval usará uno de su padre, con las mangas por las falanges—, pagarle 900€ al mes —más cheques restaurante—, y enviarlo a Renfe como desarrollador senior especialista en JavaEE. Y no, no es cuestión de edad. También pueden mandar al matao que lleva 15 años de experiencia rellenando hojas de cálculo y powerpoints, y venderlo como arquitecto de solución para que te cuente que los productos de su empresa implementan XML 2.0 —caso verídico—. Al fin y al cabo, nadie podrá cuestionar la seriedad y profesionalidad de ninguno de los dos. ¿Por qué —cojones— no? Porque ambos visten traje y corbata.

Seriedad y profesionalidad. Objetivos muy loables a través de un medio realmente estúpido. Cualquier persona puede ponerse un traje. Ya sea un premio Turing o un cocainómano.  Y ninguno de los dos será ni más serio ni más profesional ni más listo por hacerlo. La verdadera fórmula para que una empresa de servicios TIC sea seria y profesional es contar con la plantilla adecuada. Disponer de verdaderos expertos en todas y cada una de las disciplinas en que se basa su negocio. Cuando das con profesionales realmente serios, lo sabes desde el primero momento. Mayormente porque estos no suelen vestir con traje y corbata. En sus empresas conocen el valor de su gente, y por tanto no necesitan maquillar la realidad. No tratan de demostrar nada con una falsa imagen, sino con hechos. Y en cuanto abren la boca y empiezan a hacer su trabajo, te das cuenta de que no te equivocabas. 

Dicho todo esto, es más que normal que más de uno tenga tentación de mandar a tomar por el ojete a cualquier empleador que le sugiera lo del traje y la corbata. No sugieren una forma de vestir, sino una carrera profesional que consiste en aparentar ser algo que no eres. 

Este es el primer y principal motivo. Pero existe al menos otro, menos relevante y más difícil de comprender para quienes no ejerzan —o la ejerzan pero no la disfruten— la profesión: la creatividad. Desarrollar tecnología es una labor creativa e intelectualmente muy exigente. Somos muchos los que creemos que desarrollar software es una forma de arte. Y por tanto, necesitamos de un entorno que favorezca la creatividad para ser totalmente productivos. Necesitamos oficinas agradables, con una cuidada decoración que relaje los sentidos y estimule la creación, con entornos de trabajo que favorezcan el intercambio de ideas. Y desde luego, ir enfundado en un traje con una corbata alrededor del cuello no juega a nuestro favor. Dudo que nadie imagine a un escultor, un novelista o un compositor musical trabajando vestidos como un diputado. Y el caso de un tecnólogo no es distinto. Esto no lo entiende todo el mundo, y de nuevo toda empresa con sus oficinas en parques tecnológicos rodeados de asfalto y descampado, sin apenas iluminación natural, de paredes grises y monótonas, mobiliario de hace treinta años y sin una mísera planta lo ponen sobradamente de manifiesto. Les importa una puta mierda el entorno creativo, así que enfúndate en el traje y ya te estás poniendo a vender humo. 

En resumen, quien te pide vestirte como un ministro para picar código no te está ofreciendo una gran carrera como tecnólogo. Te está ofreciendo una empresa mediocre, que se gana la vida estafando —legalmente— a sus clientes —los cuales, por otro lado, se dejan estafar—. Hay personas que tenemos otros planes para nuestro futuro profesional. Personas que disfrutamos creando tecnología, y que sentimos verdadera pasión por lo que hacemos. Para cualquiera de nosotros, resulta impensable ganarse la vida bajo esas condiciones, así que... ¡qué coño! ¡Métase usted el traje por el puto culo!

lunes, 18 de junio de 2012

Cuando creías que no se puede ser más imbécil

...siempre aparece alguien para demostrarte que estabas equivocado.

De vez en cuando te encuentras a algún kamikaze en la carretera. No me refiero a las personas que, pobres ellas, están ya hasta la polla de todo y de todos y deciden quitarse la vida conduciendo en dirección opuesta al tráfico. Ni tampoco me refiero a los comeculos que circulan a 150 KM/h, quienes sólo conocen el carril del medio como el cacho ese de autopista que se usa para adelantar por la derecha. No, me refiero a esos tipos que conducen realizando verdaderas maniobras de especialista. De los que te hacen sentir que te has metido en el rodaje de la cuarta entrega de la saga Bourne. 

Por ejemplo, el otro día conducía por la M-506 a la altura de Loranca, y vi a un pollo echarse al carril derecho para adelantar a unos 150 KM/h. Al no encontrar hueco entre los coches que circulaban a más o menos la mitad de velocidad que él, decidió aprovechar el carril de deceleración que se abría a su derecha para adelantar, saliendo y volviendo a incorporarse de nuevo adelantando a un coche en un tramo de menos de 15 metros. Cuando veas un pivote de esos verdes que delimitan los carriles de deceleración arrancado de cuajo, no te preguntes cómo ha podido suceder: fue el gilipollas del deportivo negro. 

Estas personas te hacen pensar dónde estará la Benemérita cuando se la necesita. Bueno, realmente no lo piensas, sabes perfectamente dónde están: en esa vía de servicio donde nunca pasa nada, radar en mano jugando a los médicos. Sí, a los médicos. Vamos, poniendo recetas a todo el que pase por allí. Pero eso, amigos, es otra historia. 

El caso es que, como iba diciendo, hay gente demasiado gilipollas. Demasiado gilipollas para entender que conduciendo así lo único que conseguirá será meternos en el puto libro Guinness de los records cuando el amasijo de hierros que solía conducir provoque el atasco más largo de la historia. O peor aún, que desparrame los sesos por el asfalto y le joda la vida a todas las personas que le quieren. De un extremo al otro, tenemos un fascinante espectro de putadas de lo más variado. Pero no, son demasiado gilipollas para darse cuenta. Pero al fin y al cabo, tanta gilipollez es algo que uno tiene asumido. Hasta hoy. 

Vas conduciendo, y tienes uno de estos fantásticos episodios. Otro más. Bueno, respiras hondo, te cagas en su puta madre, y sigues conduciendo. Al rato, el suceso vuelve a repetirse. ¡Dos gilipollas en menos de cinco minutos! Bueno, será que hoy es el Día Internacional del Retraso Mental en Carretera. Sigues conduciendo. No han pasado diez minutos y... ¡otro más! ¿Pero qué coño está pasando?

De repente, tienes una revelación. Caes en la cuenta. Ese dato que estaba ahí pero que no se te ocurrió meter en la ecuación. Miras el reloj del coche: las 20:35 minutos. Las 20:35 minutos del 18 de junio de 2012. En diez minutos España juega un partido de Eurocopa. 

Un partido. Un puto partido de fútbol. Uno ya acepta que la gente es capaz de anteponer el fútbol a muchísimas cosas. Que a la gente le suda la polla si Angela Merkel nos está metiendo la polla por el culo, si no queda un jodido político honrado en todo el país, si el sistema educativo se cae a pedazos, o si hemos perdido los pocos valores que nos quedaban. Nada de eso importa mientras haya partido de liga. Panem et circenses. Pero lo que jamás podría uno haber imaginado, ni en sus más oscuros sueños, es que la gente fuera tan gilipollas de jugarse su vida, y la de los demás, por llegar a tiempo a casa para ver un partido de fútbol. Un puto partido de fútbol

Solo espero que la selección gane el partido de esta noche. Así alguno de esos cientos de gilipollas en toda España que habrá hecho la misma proeza pero con menos suerte que el resto
podrá irse a la tumba satisfecho.

martes, 20 de marzo de 2012

Me ha fallado usted por última vez

La flota estelar imperial viaja a toda hostia por el hiperespacio en dirección al sistema Hoth. Por fin, después de mucho tiempo buscando, han dado con el paradero de la base rebelde oculta: un jodido cubito de hielo donde sólo habita una especie de Yeti al que le falta medio brazo. Normal que no les encontráramos. ¿A quién coño se le ocurre instalar una base en un sitio como ese? Con la de parcelas ajardinadas tiradas de precio que se venden en la séptima luna de Endor. Bueno, es igual. Pues vamos para allá echando hostias. Tras un ratejo viajando, Vader nota como la nave frena al salir del hiperespacio —porque esas cosas se tienen que notar, digo yo— y, acto seguido, entra en su despacho uno de sus oficiales. 


—Hemos salido del hiperespacio, Lord Vader —le dice el general Veers—, y parece que los rebeldes nos han descubierto. 


—¡No me joda usted, Veers! —le responde Vader— ¿Por qué coño hemos salido del hiperespacio tan cerca del sistema? 


Veers traga saliva, nervioso. 


—Ha sido cosa del Almirante Ozzel —se excusa el general. 


—¡Me cago en su gran p...! —grita Vader lleno de furia— Bueno, es igual. Id preparando los AT-AT, y esta vez no olvidéis ponerles el collar de pinchos. 


Acto seguido, Vader se gira hacia la pantalla de su computador y abre el Skype. Al rato, aparece la imagen del Almirante Ozzel haciendo como que trabaja. 


—Lord Vader —empieza a excusarse—, acabamos de salir de la velocidad luz...


No llega a terminar la frase. Vader se deja llevar por toda su mala hostia, saca a relucir sus dotes telequinéticos, y comienza a estrangular la traquea del sujeto hasta producirle a la muerte. 


—Me ha fallado usted por última vez, almirante —sentencia Lord Vader mientras su subordinado muere entre horribles gorgoteos.


Un tanto de metraje más tarde, le llega el turno al capitan Needa cuando acude a disculparse por perder de vista al Halcón Milenario.

—Disculpa aceptada, capitan Needa —pero de aceptada nada; el pollo muere igualmente tratando desesperadamente de respirar. 


Inquietante, ¿verdad? Vaya mala follada que tiene el amigo, pensarían algunos —o todos—. Se cumple una vez más el estereotipo de malo malísimo hollywoodiense. Vale que los chavales la cagaran un par de veces, pero tampoco es para ponerse así, ¿no? 


¿Seguro? ¿Seguro que no es para ponerse así?


Ambas cagadas son —irónicamente— de película. Por culpa del Almirante Ozzel, los rebeldes tienen tiempo de reaccionar y preparar una evacuación que les salva el culo.   La gracia le cuesta al imperio cepillarse a casi toda la Alianza Rebelde y capturar al listillo que se cargó la Estrella de la Muerte antes de que se vaya de rositas. Por otro lado, el Capitán Needa pierde de vista una nave de 26.7 metros de longitud —increíble las chorradas que te encuentras en la Wikipedia— que realmente llevaba pegada como una lapa en el exterior del casco de su propio destructor estelar —¿es que no tiene periscopio o qué?—.  Vamos, un par de fallitos tontos. 


Ahora pensemos que no se trata de una película de ciencia-ficción, sino de la realidad del día a día en las empresas en las que trabajamos. ¿Seguro que no es para ponerse así? Imaginemos que el Almirante Ozzel y el Capitán Needa son un par de cargos intermedios en la empresa en la que trabajamos. Resulta que su incompetencia, ineptitud, incapacidad, mediocridad, etc —llámalo X, pero llámalo— arruina el esfuerzo de muchas personas y acaba con el buen trabajo de todo su equipo. ¿Sigue sin ser suficiente para ponerse así? Bueno, entonces imagina que se trata de tu propia empresa, y que estos dos pollos te han hecho perder un par de centenares de miles de euros. ¿Ahora sí lo ves? 


Cagadas como las de estos dos individuos ocurren por manojos todos los días. Las estructuras de las empresas —especialmente las grandes— favorecen —y aquí estoy generalizando— que los cargos intermedios sean ocupados por personas que están muy lejos de ser las más preparadas y competentes para desarrollar el cargo. No voy a contaros cosas como el Principio de Dilbert o el Principio de Peter, que sin duda tienen mucho que ver en esto. Tampoco entraremos en detalle en cómo las habilidades para sobrevivir en la empresa suelen triunfar sobre la diligencia y el buen hacer —que parezca que eres bueno puede ser más fácil y relevante que serlo— y, cómo eso combinado con la tendencia que todos tenemos a rodearnos de personas con perfiles similares al nuestro derivan en jerarquías endogámicas formadas por individuos mediocres. 


Sin entrar en detalle, insisto, lo que hace Lord Dark Vader es proteger su negocio —o su gestión— de la incompetencia de aquellos que han tomado decisiones nefastas, demostrando que el cargo les queda grande. Y no es el único caso de ejemplo. En estos días en los que la figura de Steve Jobs está muy presente, no debemos olvidar que Apple ha logrado alcanzar muchos de sus objetivos gracias a unos criterios de excelencia que muchos considerarían —y consideran— tiránicos. Si Steve Jobs no hubiera dispuesto de los mejores profesionales en todos y cada uno de los campos que intervienen en el desarrollo de sus cacharros, no tendríamos iPhones, ni Macbooks, ni iMacs, ni ninguno de esos aparatejos que tanta importancia le dan hasta al más mínimo detalle dejándonos boquiabiertos. Jobs lo logró deshaciéndose de todos aquellos que no daban la talla, en su caso —afortunadamente— sin que la sangre llegara al río —aunque bien es cierto que las formas con las que acostumbraba a despedir a sus subordinados podría habérselas ahorrado—. Se rodeó de los mejores. Y lo consiguió. 


En fin. Sólo me queda soñar con el día en que uno de tantos gerentes de mi empresa entre en el despacho de su director y se siente con cara de preocupación en la silla. Entonces, su director le espetará con voz grave:


— Me ha fallado usted por última vez. 

lunes, 12 de marzo de 2012

El Literato

Por razones que no vienen al caso, recientemente recordé uno de los momentos más cómicos que me ha regalado RNE. Ironías de la vida, no se trató de un espacio cómico —aunque confieso que Garrido, Wyoming y Juan Luis Cano los jueves por la tarde es para partirse la caja—, sino de una entrevista a nada más y nada menos que Roberto Iniesta, más conocido como El Robe. Sí, ese señor que nos vomitaba lo más oscuro de su alma a través de la voz de Extremoduro. Con la venia de RTVE, os pego el fragmento de la entrevista.



Si has escuchado el fragmento entero, igual te estás preguntando: ¿dónde está la gracia? Si es así, será mejor que no sigas leyendo. Creo que ya le caigo mal a suficiente gente. 

Este señor fue un ídolo para muchos jóvenes españoles que disfrutaron de su adolescencia durante los años noventa. Hace unos pocos años, leí una entrada en un blog que no he sido capaz de encontrar. En ella su autor, el cual se declaraba fan de Extremoduro, reconocía que aquella música no era precisamente una de las mayores obras artísticas que habían caído en sus manos. Si no recuerdo mal, lo calificaba de música caca-culo-pedo-pis, en referencia a la gran popularidad que alcanzaron esas melodías simplonas cargadas de "mierda", "puta", "joder", etc, culminando en títulos como Iros Todos a Tomar Por Culo. Aquel autor relacionaba el éxito del grupo con el hecho de que fueran pioneros en el uso de un lenguaje malsonante que, hasta entonces, nadie se había atrevido a emplear. Desde luego ha habido otras muchas bandas que han ido mucho más lejos, pero es posible que Extremoduro fuera de las primeras. El autor recordaba cómo aquellas cintas se pasaban de mano en mano con el caca-culo-pedo-pis como principal atractivo. Imagino que para él y sus amigos sería algo del estilo de la primera revista porno.

Ya he entrado a valorar la calidad artística de su música, y con ello habré conseguido cabrear a casi toda mi generación. Pero no escribo por eso, no. Por encima de la faceta musical de este señor, me parece más digna de comentar su faceta de escritor. Para cualquiera que sea capaz de dejar a un lado, aunque sea por un momento, la nostalgia por su época adolescente, habrá detalles que no habrán pasado desapercibidos. Pero aún así, me parece digno destacar lo siguiente:

  • Esa voz. Este señor —se rumorea— tuvo sus más y sus menos con las drogas, el alcohol y la mala vida. Cuando uno escucha una entrevista radiofónica a un escritor —persona humana que ha escrito un libro—, supongo que lo último que espera es escuchar una voz que recuerda al personaje de Coke en La que se Avecina. Pero sí, señores. Es realmente difícil dejar de imaginárselo con el teléfono en una mano y la litrona en la otra —por no hablar del porro encima de la mesa— mientras nos habla de su libro. 
  • Momento confesión: "me tiré muchos años sin leer nada". Cualquiera pensaría que, para escribir un libro, es condición necesaria haber leído. Pero parece que no es así. 
  • Momento formación. "Has estudiado gramática y latín". Igual es pensar mal —que no digo que no—, pero eso suena a "has tenido que aprender a construir frases tú solito". Joder, Garrido, ¡cómo te pasas! Menos mal que El Robe está aquí para aclarárnoslo todo: nos responde con una disertación acerca de coger soltura escribiendo y conseguir que la gente comprenda lo que quieres transmitirles. Eh... mejor vamos con la siguiente pregunta.
  • Momento "si quieres saber de qué va el libro, cómpralo". Igual es pensar mal —que no digo que no—, pero da la sensación de que Garrido tiene instrucciones muy precisas de no preguntar por la temática del libro. Viniendo de un señor que —con sus santos cojones— fue capaz de detener un concierto porque había personas que estaban viendo el espectáculo desde fuera del recinto sin pagar entrada, no sería de extrañar. Igual piensa que, si sabemos de qué va el libro, no querremos comprarlo. 
  • Momento "¿ein?". Tras una —complicada— retórica por parte de Garrido acerca del  público objetivo de la novela, llega el momento de responder. Se hace un silencio incómodo de unos pocos segundos, roto por la voz temblorosa de nuestro escritor y un montón de frases con las fórmulas como "no sé..." o "sí bueno...".
  • Momento técnica. Kallene se interesa por la técnica literaria empleada para desarrollar el hilo conductor. ¿Respuesta? Pues mi propia técnica. Tronco, que yo soy el puto amo —bueno, esto último no llega a decirlo aunque parece pensarlo—.
  • Momento currante. Garrido suelta, "Robe, ¡a ver si ahora te va a dar por trabajar!". Respuesta: "¡Eh! ¡Que ahora yo ya no soy un gandul, hombre!". Vaya, yo que le imaginaba doce horas diarias encerrado en una biblioteca. Por cierto, esa voz... ¿seguro que no es Coke?
  • Momento literato. Igual es pensar mal —que no digo que no—, pero yo pondría la mano en el fuego a que cuando Garrido le llama "literato", este señor no tiene ni idea de qué significa esa palabra. Se va por los Cerros de Úbeda, soltando no sé qué rollo sobre premios al más tonto —de verdad que no puedo dejar de descojonarme recordando esta parte—. Cualquiera pensaría que, para escribir un libro, es condición necesaria tener un mínimo de léxico. Pero parece que no es así. 
  • Momento "¡ay, qué mono!". En un momento dado, Garrido y Kallene pasan del contenido al continente, empezando a discutir lo bonita que es la edición y lo maravillosas que son las ilustraciones. A esas alturas la cosa ya es delirante. Parece que están entrevistando a un chaval de diez años que ha ganado un premio —no, al más tonto no— al mejor trabajo de literatura de su colegio. Uno empieza a plantearse si Garrido y Kallene no están tratando de quedarse con él. Parece que se oyen risas de fondo. No, no son risas. ¿O sí? 
  • Momento autocrítica del libro. Esa frase aplastante de "yo no he querido que el argumento fuera demasiado importante". Ahí. Con dos cojones. ¿Quién le da importancia al argumento de un libro? ¡Minucias! ¡Minucias! Donde estén unas buenas ilustraciones...

Y la entrevista termina tras casi quince minutos intensos, pero agradables. 


Bueno, Robe. Mis disculpas por una crítica tan ácida, casi cruel. Realmente, tú no tienes —toda— la culpa. Al fin y al cabo, eres un músico de punk-rock. No tienes por qué saber hablar en público, ni haber leído un libro en tu vida, ni tener el léxico de un académico, ni saber escribir. Muchas personas maravillosas tampoco cumplen tales requisitos. Otras, menos maravillosas —como yo—, tampoco lo logramos. Claro que ni a unos ni a otros nos da por escribir literatura. Pero aún así, el problema —mayormente— es de otros, en cuanto alguien llega a la conclusión de que tú, por el hecho de ser popular —o famoso—, tienes algo que decir. Es lo mismo que nos conduce a sinrazones como que Mario Conde publique un manual para sacarnos de la crisis —económica, se entiende— y haga lleno absoluto el día de su presentación. O que Jesulín de Ubrique publique un disco de baladas con las que no dejaron de bombardearnos en su día. Somos demasiado imbéciles para darnos cuenta de que la fama es sólo eso, fama. Y no conlleva privilegios ni dotes especiales más allá de los méritos que la acompañaban cuando apareció. Sería mejor que El Robe se limitase a tocar punk-rock, Mario Conde a —según sentencia firme— apropiarse de lo ajeno, y Jesulín a masacrar toros. Pero sería aún mejor que todos tuviéramos el juicio necesario para no interesarnos por cualquier sandez que se le ocurra al famoso de turno. Hay muchas buenas novelas, muchos buenos manuales de macroeconomía y muchos buenos álbumes para que estemos perdiendo nuestro tiempo y dinero escuchando a la persona equivocada. 

martes, 6 de marzo de 2012

La Ley del Cilindro

En 2008, fui contratado como profesor asociado en la Escuela Superior de Ingeniería Informática de una de las universidades públicas de la Comunidad de Madrid. Hoy he decidido dejarlo y, puesto que estamos en marzo y se acerca la primavera, os voy a contar las razones.

No es por dinero. De hecho, el dinero nunca fue una variable en la ecuación. Por sólo 460€ que, como segundo salario, te cogen en un tramo de IRPF que se caga la perra, a cambio hay que desplazarse a la otra punta de Madrid —casi una hora de ida y otra de vuelta— dos veces por semana e impartir una media de tres horas de clase semanales, mas el tiempo dedicado a prepararlas. Desde luego, económicamente no compensa en absoluto. Quién lo hace tendrá sus motivos, pero dudo seriamente que sea el dinero. El mío, es la satisfacción personal.

¿Satisfacción personal? Sí. Quizás para algunos sea difícil de entender. Quizás para otros no. A quien de verdad le apasiona algo, disfruta compartiéndolo con los demás. Y a quien le apasiona su profesión, disfruta enseñándosela al resto. Creo que, lamentablemente, hay pocas personas que trabajen con pasión —sobre todo en este país, donde apenas encuentras gente que quiera trabajar—, y entiendo que para ellas esto sea más difícil de comprender. Pero aquellos que de verdad se hayan quedado hasta tarde trabajando, sólo porque se lo estaban pasando bien, sabrán a qué me refiero.

Cuando se publicó la plaza de asociado, no dudé en presentarme. Me entusiasmaba la idea de desvelar a otras personas los secretos que esconden esos monstruitos con entrañas de circuitos y mentes de bits. Cómo imaginar que estaba a punto de predicar en el desierto.

Digamos que la universidad no era como yo la recordaba. No hacía tanto que yo había sido alumno —apenas un par de años—, pero lo cierto es que las cosas parecían haber cambiado bastante. Al principio no quise darle importancia. Miradas sin brillo, con unos ojos que parecían estar mirando al infinito. Alumnos que atendían sin prestar atención, copiando en sus apuntes sin preocuparse de comprender lo que estaban escribiendo. Trataba de esforzarme todo lo que podía para alejarme de la figura del profesor lector —aquel que acude al aula, lee sus transparencias, y se marcha—;  hacía las clases tremendamente participativas —tanto que algún alumno llegó a quejarse de "silencios incómodos"—, y buscaba que cada tema fuera una labor de autodescubrimiento asistido. En una ocasión hasta organicé un concurso improvisado en el que quien dedujera el gran misterio del bit de suciedad de las páginas de memoria ganaría un pen drive. Pero nada parecía funcionar. Las mismas miradas vacías, la misma actitud. Los meses pasaban, y el cuatrimestre se acabó. Llegó el momento de elaborar el examen final del cuatrimestre: los mismos ejercicios tipo de todos los años —los cuales pueden resolverse por pura mecánica, sin comprender los fundamentos que ocultan detrás—, a cumplimentar el día del examen con tantos apuntes y bibliografía como el alumno considerara oportuno. Tan sólo hice un nuevo aporte —para tener un examen mínimamente digno—: unas cuantas preguntas de razonamiento que demostrasen que el alumno dominaba los fundamentos de la asignatura. Resultado final: alrededor del 50% de suspensos. Fueron pocos los que respondieron las preguntas de razonamiento. Y fueron aún menos quienes respondieron cosas coherentes. Después llegó el examen de septiembre. Tuve que explicar en mitad del examen uno de los problemas de programación concurrente varias veces —sólo se pedia programar un ADT que implementarse una variable de condición utilizando semáforos—, pero eso no fue lo peor. Lo peor fue ver a los alumnos indignados en los foros online de la asignatura porque el problema era "tan difícil" que necesitaba ser explicado. 

Esto sólo es el ejemplo de una asignatura cualquiera, un cuatrimestre cualquiera, en un último curso de ingeniería cualquiera. Hay muchos más. Como aquella ocasión en que tuve que explicar fundamentos de programación orientada a objetos a la mayoría de alumnos de master —ojo al dato; máster: programa de doctorado—, o la ocasión en que un alumno de tercero me preguntó si su código seguiría compilando si le añadía comentarios. Inolvidable el tener que explicar a un alumno de quinto curso la diferencia entre codificar números en ASCII y en binario. Casi tanto como tener que explicar a alumnos de quinto que la velocidad y la orientación de un cuerpo en un espacio euclideo puede representarse con un único vector. O la cara de gilipollas que se le queda a uno cuando una alumna de primer curso se echa a llorar en mitad del laboratorio porque no entiende lo que le estás explicando. 

Creo que a estas alturas el lector ya se estará haciendo una idea de los motivos que me han llevado a abandonar. Pues bien, aún hay más. Quien más y quien menos estará pensando que cuanto peor estén las cosas, más motivos tenemos para dar lo mejor de nosotros mismos a la hora de cambiarlas. Es muy probable que esa idea es la que hizo que no saliese escopetado tras la primera semana de clase, y que haya aguantado esto durante cuatro cursos. Pero repito, hay más.

El curso pasado, se presentó un alumno a un examen de prácticas con un código que no había escrito él mismo. En otras palabras, alguien le había hecho la práctica. Le detecté en seguida, ya que cuando le faltaba cerrar un fichero con una llamada a close() y le pedí que lo resolviera, empezó a declararse una función con el mismo nombre en lugar de hacer la invocación que le pedía. Ni siquiera sabía diferenciar una llamada a función de una declaración de función. No sabía programar. Estuvo dando vueltas a su —de otro— código durante un buen rato, hasta que al final confesó. Lo estuve hablando con el resto de compañeros profesores de la asignatura. A mi parecer, debíamos suspender el curso entero al alumno, y no sólo ese cuatrimestre. Silencio incómodo. Pude ver el cardo del desierto atravesando el laboratorio. Volví a insistir más tarde por correo electrónico, y no obtuve respuesta. Finalmente se publicaron las notas, y este alumno obtuvo el mismo resultado que otros que, con total honestidad, intentaron sacar el trabajo adelante y no lo consiguieron. 

Es sólo otro ejemplo. Aunque no el más significativo. Lo más destacable es que un alumno que no sabe diferenciar una declaración de función de una invocación a función llegue a último curso. O que un tío que no sabe diferenciar una codificación binaria de una codificación ASCII llegue a quinto de carrera. O que haya alguien en tercero que no sepa cómo funciona su compilador a la hora de procesar comentarios. Esta claro que alguien no ha hecho su trabajo.

Existe complicidad. Sí, complicidad. A muchos profesores les interesa esta situación. En casi todos los casos que conozco de profesores titulares, estos dedican la mayor parte de su atención a la investigación. Y si el número de alumnos mengua, el número de profesores ha de menguar igualmente. Departamentos más pequeños, con menos financiación, con menos investigadores. Nadie quiere eso, ¿verdad? Entonces, ¿por qué suspender a ese 90% de alumnos de primero que no ha aprendido nada? En palabras de nuestro vicerrector de ordenación académica: la universidad antes era un embudo: entraba mucha más gente de la que salía. Nuestro objetivo es convertirla en un cilindro. El mismo vicerrector que pide explicaciones cuando las tasas de suspensos son demasiado altas. 

Debido a estas cosas, he decidido dejarlo. Moralmente, no puedo seguir sintiéndome parte de un proyecto educativo como este.