viernes, 25 de abril de 2014

Los hacedores y los reunidores

A menudo lo he comentado con diferentes personas. Es tremendamente sorprendente abrir el grifo y ver cómo fluye el agua potable. O descolgar el teléfono, marcar, y escuchar la voz de otra persona a kilómetros de distancia. Y no, no me refiero al milagro tecnológico que hay detrás. Mi sorpresa no responde a que en pleno siglo XXI podamos disfrutar de este tipo de avances sin duda inimaginables en épocas pasadas. Lo que me sorprende profundamente es, viendo cómo funcionan las grandes empresas, que cualquiera de esas cosas funcione —prácticamente— todo el tiempo.

No soy un gran orador. Y la expresividad no es una de mis cualidades. Creo que el siguiente corto podría comunicar mucho mejor que yo de dónde proviene esta sorpresa. Aunque se trate de una parodia, y como tal lleve las cosas al extremo, es una manifestación muy clara de lo que ocurre en tantas y tantas organizaciones. Si aún no lo has visto, te aseguro que serán siete minutos y treinta y cuatro segundos muy bien empleados (dispone de subtítulos si los necesitas).




Por el momento, obviemos el hecho de que, en la situación escenificada en este corto, cuatro de las cinco personas reunidas no tienen ni puta idea de lo que están hablando. Quizás más dramático que eso —aunque relacionado— es el hecho de que la mayoría de ellos no están aportando prácticamente ningún valor al negocio.

Y esta es una triste realidad que, por complicidad evidente, pocas personas estarían dispuestas a admitir. Que la mayoría de las personas en las grandes empresas, simple y llanamente... sobra. Que en nuestras oficinas hay centenares de personas que no hacen más que marear la perdiz, en lugar de producir trabajo útil.

Tengo un amigo que lo simplifica con mucha elegancia. Tiene su propia versión de la Ley de Putt, aquella que formula:

   "El mundo de la tecnología lo dominan dos tipos de personas: aquellas que comprenden lo que no dirigen y aquellas que dirigen lo que no comprenden."

Sólo que mi amigo utiliza una terminología mucho más clara. Según él, estos dos tipos se clasifican bajo dos términos: los hacedores y los reunidores, respectivamente. Los primeros son los que producen trabajo útil que contribuye al éxito del negocio. Los segundos, los que dedican sus cuarenta horas semanales a reunirse, escribir PPTs, elaborar o solicitar informes que son incapaces de interpretar, participar en procesos de toma de decisiones completamente desinformados, responder correos insustanciales, vigilar lo que hace el de al lado, cultivar el politiqueo, etc, etc. En resumen, invertir energía y recursos en actividades que prácticamente no aportan —o incluso restan— valor al negocio.

Porque no nos engañemos: un reunidor no es un líder. Aunque en ocasiones resulte difícil diferenciarlos. Un líder es aquel que tiene claro el rumbo. Aquel que sabe cuál es el objetivo y cómo alcanzarlo. Aquel que tiene una visión acerca de cómo realizar la estrategia de la empresa. Un líder, sin lugar a dudas, comprende lo que dirige. Comprende que las líneas rojas no pueden trazarse con tinta verde. Como comprende qué es lo que necesita el cliente, incluso cuando este no lo sabe. Un líder toma decisiones en base a la realidad que sí comprende. Si ninguna de estas cosas es atribuible a un sujeto con responsabilidades gestión, no estamos hablando de un líder. Estamos hablando de un reunidor.

Algo también habitual es considerar que un reunidor debe ser un jefe. Ni por asomo. Para ser un reunidor, basta con dirigir recursos sin comprender cómo emplearlos para generar valor. Estos pueden ser personas a su cargo, sí. Pero también pueden ser otras empresas subcontratadas, al servicio de un individuo sin subordinados que no sabe diferenciar una línea de un gatito.

Los reunidores. La representante del cliente, que con mucha elocuencia emplea frases vacías para describir el (des)propósito de un proyecto que ni siquiera entiende. Justine, la Especialista en Diseño oligofrénica encargada de supervisar —desde la absoluta incompetencia— los resultados técnicos del proveedor de servicios. Walter, el jefe de proyecto lameculos que supervisa al Experto, y que sólo está ahí para garantizar que se hagan todas las falsas promesas que el cliente quiere oír. El jefe de este, que a su vez supervisa la supervisión para asegurar que la oferta de su compañía satisface al cliente con compromisos imposibles de cumplir.

De las cinco personas reunidas, cuatro son reunidores. De las cinco personas reunidas, cuatro sobran.

Y no. No sobran porque no sepan hacer bien su trabajo. Sobran porque la naturaleza de sus roles no es necesaria dentro de la organización. Como ya he mencionado varias veces —y vuelvo a recalcar—, lo verdaderamente dramático es que los reunidores generan trabajo sin aportar valor. Si representásemos el negocio como un número real, los reunidores serían números complejos. En ocasiones proyectando algo de valor en la recta real. En ocasiones restándoselo. Siempre proyectando esfuerzo en el plano imaginario. Esfuerzo que la empresa no puede recuperar.

Quizás estés pensando que exagero. Que una situación así no puede darse. Que no puede haber personas que, consciente o inconscientemente, se especialicen en labores que carecen de valor. Que todos aportan, ya sea mucho o poco, su granito de arena en el espacio de los números reales. ¿Y si te dijera que no sólo esto es posible sino que es inevitable?

Imaginemos por un momento a estos reunidores en el inicio de sus carreras profesionales. Su primer empleo tras salir de la universidad. Resulta que en esa primera empresa hay mucho hacedor. Están todo el día hablando de cosas raras, cosas que nuestro reunidor recién salido del cascarón no entiende. Que si líneas rojas por aquí. Que si líneas perpendiculares por allá. Todo muy complicado. De alguna forma, nuestro reunidor empieza a descubrir que por mucho que se esfuerce, nunca será un buen hacedor. Lo suyo no es la geometría, como no lo es ninguna otra disciplina técnica. Pero como todo hijo de vecino, su ambición es prosperar. Consciente o inconscientemente, nuestro reunidor comenzará a orientar su carrera profesional alejándose lo más posible de la técnica. Y, por supuesto, descubre que no es el único. Hay otros como él, que en lugar de preocuparse por la geometría cultivan otro tipo de artes. Comienza a imitar algunas de sus pautas de comportamiento, sabiendo que esa es su única oportunidad de triunfar. Traje, corbata, elocuencia, anglicismos, frases vacías, adulación, servilismo. Y, con el tiempo, descubre que eso sí se le da bien. Además, ¿qué coño? Al fin y al cabo, el cotarro lo dirigen estos últimos. Abultados salarios, generosos bonus, tarjetas de crédito de empresa, plazas de garaje, grandes despachos. ¿Quién no querría eso? Nuestro reunidor lo tiene claro. Se prepara para dedicar el resto de su vida profesional a dirigir lo que no entiende.


Pero volvamos al principio de todo esto, a nuestro grifo de agua y nuestro teléfono. Imagina por un momento una situación similar —por supuesto, menos esperpéntica— en tu compañía de aguas o en tu compañía telefónica. La jefa, el jefe, Justine, Walter, discutiendo acerca de qué técnica van a implantar para purificar el agua que te suministran o para ampliar la red de comunicaciones que llega hasta tu domicilio. Imagínatelo. Acojona, ¿verdad?

Seguro que a partir de ahora, cuando abras el grifo y veas correr el agua clara y limpia, o descuelgues el teléfono y oigas el tono de la línea, no podrás evitar, aunque sea en parte, sentirte sorprendido.

miércoles, 16 de abril de 2014

Ruido de fondo

Miércoles 16 de abril. 11:07 de la mañana de la víspera de Jueves Santo. La oficina está casi desierta, tres desarrolladores en una esquina y, un poco más allá, un par de ingenieros de despliegue unidos en una misma audioconferencia con el resto de su equipo. Conversación irrelevante, que se convierte en ruido de fondo mientras uno le da vuelvas al código. Sin duda es mejor así, es la única forma de poder concentrarse. De mantener el "flow".

La audioconferencia termina. Uno de los ingenieros de despliegue se levanta y se dirije a su compañero.

— ¡Macho! Lo de Ana no me lo esperaba. ¡Si esta lleva aquí toda la vida!

En ese momento, la conversación deja de ser ruido de fondo. En seguida me doy cuenta de quién es la tal Ana. La noticia ya me había llegado por otro lado. Ana, una compañera con efectivamente unos cuantos años dedicados a la compañía, se marcha. Deja la empresa. Ha encontrado un buen puesto en Estados Unidos, dicen.

— ¡Recuerdo que yo allá por 2006 o 2007 trabajaba con ella! Estábamos en un proyecto...

Y empiezan las batallitas del Abuelo Cebolleta. La conversación vuelve a convertirse en ruido de fondo. Pero ya he perdido el "flow". Dedico unos segundos a pensarlo, y sin buscarlo descubro una idea desagradable.

¿Por qué resulta tan raro que Ana se marche? Sin duda para este tío lo es. Y es más que probable que para tantos otros también lo sea. ¿Acaso es tan sorprendente que una persona abandone su empresa en España para iniciar una nueva carrera profesional en el mayor productor de software del mundo? ¡Qué cojones! ¿Acaso hay algún motivo razonable para no hacerlo?

Hace bien poco un amigo me contó la anécdota de la primera vez que Maxwell tuvo que explicar el electromagnetismo a un periodista. El amigo James se encontró —como diría el bueno de Sam Gamyi— en un brete. Por lo visto el entrevistador, lo más parecido a un reportero de Sálvame de la época, le insistía una y otra vez acerca de lo absurdo de sus ideas, exigiendole que ofreciese una explicación convincente. El amigo Maxwell, que tonto no era, sabía que era una labor inútil: los conocimientos sobre ciencia y matemáticas que necesitaba el energúmeno de su entrevistador eran del todo insuficientes para ofrecer una explicación convincente en menos de un mes. Y no porque sus famosas ecuaciones no se pudiesen resumir, no. Sino porque ese Jorge Javier Vázquez del siglo XIX se encontraba en un estadio de conocimiento en el cual cualquier explicación, por muy simplificada que fuese, resultaría inverosímil.

¿Y qué tiene que ver el señor Maxwell con todo esto?

A menudo los seres humanos no comprendemos la actitud de nuestros semejantes por encontrarnos en estadios muy alejados. Para una persona que, cuando del puesto de trabajo se refiere, valora muy por encima de todas las cosas el salario y la estabilidad, es una verdadera locura dejar tu puesto de generoso salario y con más de diez años de antiguedad. Punto. Cualquier otra consideración, como por ejemplo marcharse a la Meca de Internet y contribuir a crear el futuro, desaparece por el sumidero de la irrelevancia. Acaba formando parte de su ruido de fondo particular, aislado de lo realmente importante: la duda de por qué alguien que lleva aquí toda la vida puede querer marcharse.