miércoles, 16 de abril de 2014

Ruido de fondo

Miércoles 16 de abril. 11:07 de la mañana de la víspera de Jueves Santo. La oficina está casi desierta, tres desarrolladores en una esquina y, un poco más allá, un par de ingenieros de despliegue unidos en una misma audioconferencia con el resto de su equipo. Conversación irrelevante, que se convierte en ruido de fondo mientras uno le da vuelvas al código. Sin duda es mejor así, es la única forma de poder concentrarse. De mantener el "flow".

La audioconferencia termina. Uno de los ingenieros de despliegue se levanta y se dirije a su compañero.

— ¡Macho! Lo de Ana no me lo esperaba. ¡Si esta lleva aquí toda la vida!

En ese momento, la conversación deja de ser ruido de fondo. En seguida me doy cuenta de quién es la tal Ana. La noticia ya me había llegado por otro lado. Ana, una compañera con efectivamente unos cuantos años dedicados a la compañía, se marcha. Deja la empresa. Ha encontrado un buen puesto en Estados Unidos, dicen.

— ¡Recuerdo que yo allá por 2006 o 2007 trabajaba con ella! Estábamos en un proyecto...

Y empiezan las batallitas del Abuelo Cebolleta. La conversación vuelve a convertirse en ruido de fondo. Pero ya he perdido el "flow". Dedico unos segundos a pensarlo, y sin buscarlo descubro una idea desagradable.

¿Por qué resulta tan raro que Ana se marche? Sin duda para este tío lo es. Y es más que probable que para tantos otros también lo sea. ¿Acaso es tan sorprendente que una persona abandone su empresa en España para iniciar una nueva carrera profesional en el mayor productor de software del mundo? ¡Qué cojones! ¿Acaso hay algún motivo razonable para no hacerlo?

Hace bien poco un amigo me contó la anécdota de la primera vez que Maxwell tuvo que explicar el electromagnetismo a un periodista. El amigo James se encontró —como diría el bueno de Sam Gamyi— en un brete. Por lo visto el entrevistador, lo más parecido a un reportero de Sálvame de la época, le insistía una y otra vez acerca de lo absurdo de sus ideas, exigiendole que ofreciese una explicación convincente. El amigo Maxwell, que tonto no era, sabía que era una labor inútil: los conocimientos sobre ciencia y matemáticas que necesitaba el energúmeno de su entrevistador eran del todo insuficientes para ofrecer una explicación convincente en menos de un mes. Y no porque sus famosas ecuaciones no se pudiesen resumir, no. Sino porque ese Jorge Javier Vázquez del siglo XIX se encontraba en un estadio de conocimiento en el cual cualquier explicación, por muy simplificada que fuese, resultaría inverosímil.

¿Y qué tiene que ver el señor Maxwell con todo esto?

A menudo los seres humanos no comprendemos la actitud de nuestros semejantes por encontrarnos en estadios muy alejados. Para una persona que, cuando del puesto de trabajo se refiere, valora muy por encima de todas las cosas el salario y la estabilidad, es una verdadera locura dejar tu puesto de generoso salario y con más de diez años de antiguedad. Punto. Cualquier otra consideración, como por ejemplo marcharse a la Meca de Internet y contribuir a crear el futuro, desaparece por el sumidero de la irrelevancia. Acaba formando parte de su ruido de fondo particular, aislado de lo realmente importante: la duda de por qué alguien que lleva aquí toda la vida puede querer marcharse.

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